Escrito por: Jorge Enrique González Castillo
Sintió un escupitajo en la cara. Sería el primero de varios en pocos minutos al día siguiente del sepelio de su hijo Plutarco, el muchacho que por putos seis mil pesos y tres sábados gloriosos dejó la vida embarrada frente al volante de un coche blanco que ni era suyo ni sería taxi ni aquí ni en la Riviera Nayarit.
La madre de Plutarco sólo faltó a trabajar el martes, cuando sepultaron a su hijo. El lunes oscureciendo se fue a arreglar la casa de la cuñada para velar al muchacho, a poner la olla de café, a comprar pan, alcohol.
Tuvo más fuerzas que el padre. Cuando entró la caja de presunto sicario a la pequeña sala de la casa se tragó el llanto y fue a ver a Plutarco. Tomó la mano muerta del muchacho largo rato, muda de lágrimas y palabras.
–Pendejo –gritó desgarrada, sus ojos puestos en los ojos muertos.
–Putos –volvió a gritar viendo al piso y se fue a servir café a los pocos familiares y amigos que los acompañaron en el velorio.
“Pero tú qué me has dado, todo lo perdí por ti… sólo me has hecho sufrir”, empezó a oírse en el estéreo de la sala la voz de Paulina Rubio acompañando a Los Tigres del Norte. Una vez. Otra. Otra. Mil veces. Bajita. Toda la noche, la mañana, hasta la tarde que salió Plutarco directo al panteón sin misa de cuerpo presente.
Al ritmo de la canción el dolor de mil muelas se le anidaba en las huesos, en los ojos, en los pulmones, en el aire que saca por la nariz y traga por la boca. Un dolor que la siguió taladrando esa noche y la mañana del miércoles que se presentó a limpiar la casa de la familia con la que había trabajado los últimos diez años.
–Comprenderás que no puedes seguir trabajando en esta casa formada por valores. Mis hijos y nosotros mismos debemos estar lejos de las malas influencias –dijo la señora de la casa y le impidió el paso. Primer escupitajo.
–Sabemos que tienes gastos por lo que pasó a tu hijo. Acepta esto como ayuda y liquidación por lo que estuviste con nosotros –puso en su mano un pequeño sobre amarillo. Segundo escupitajo.
Antes de cerrar la puerta le preguntó por qué no reprendió a Plutarco cuando empezó a tener dinero que no justificaba con su trabajo. Tercer escupitajo.
La madre de Plutarco desandó sus pasos hasta la avenida donde tomó una combi de regreso a su casa.
“Pero tú qué me has dado, falsas promesas de amor”, repicaba la canción en su cerebro aturdido por los mil dolores de muela juntos.
–Valores… –se dijo en voz alta. Los pasajeros se dirigieron miradas entre sí.
Recordó el pequeño departamento de la San Antonio en la que vivía la familia que la acababa de despedir. Dos recamaritas para dormir parado. Tenía un coche viejo, no conocía los aviones. Iba una vez por semana porque no podían pagarle más. Pero un nuevo trabajo del padre en gobierno les cambió la vida a todos. En un año tenían un coche y una camioneta de agencia. Después viajaban a Disneylandia con los niños, a Las Vegas con los compadres y a Los Ángeles con diputados y funcionarios por la Feria de Nayarit en California. Compraron una casa de cinco recámaras y gimnasio. Ahora ella iba seis veces por semana a limpiar esa linda casa de “una familia de valores” que nunca indagó de dónde salía ese dinero que no justificaba con su trabajo.
Ella no entendía cómo en dos años tenían tantos bienes. Le llamaba la atención que en la nueva casa fueran instaladas 18 pantallas de televisión de distintos tamaños.
¿Por qué ella debió reprender a Plutarco si ni oportunidad tuvo de saber que estaba gastando algo no proporcional al ingreso de un trabajo honrado? Sus patrones hasta presumían su casa, sus coches y sus nuevos negocios y nadie debía preguntarse de dónde provenía tan repentina riqueza. ¿Del trabajo como director adjunto del único que trabajaba en esa casa?
Bajó de la combi en la Cruz Roja, de donde caminaba a su casa.
“Pero tú qué me has dado, golpes en el corazón…”, seguía el sonsonete en su cerebro, el dolor en el aire, en las uñas, en el sudor de la mañana.
Atravesó la calle y quiso entrar a Chedraui. Abrió el sobre entregado por su patrona. Cuatro billetes de 50 pesos. Cuarto escupitajo.
No tenía maldita idea de cuánto era justo que le dieran como liquidación por diez años de trabajo, pero 200 pesos era una humillación extrema en una familia que hablaba de valores y sugería frases para promoverlas entre las familias de la ciudad a través de los anuncios espectaculares y mensajes de televisión.
Tuvo el impulso de volver a la casa que debió limpiar ese día, regresarle los 200 pesos a la mujer que asistió a cinco cursos de Desarrollo Humano y escupirle cuatro veces la cara. Cinco, si se podía.
No tenía a qué entrar al supermercado. Siguió su camino. Atravesó la vía del ferrocarril, el alma en harapos. Ida de la mente. Sacó unas monedas y compró un chicle a un viejo orate y apestoso, para apaciguar el sabor amargo en su lengua.
A unos pasos de la vía, un muchacho pelos parados, cinto piteado, se acercó a la mujer y le dio un papel mientras le hablaba.
–Yo sé quién mató a su hijo –por mil pesos lo quebramos. Cuando los tenga me llama.
El pelos parados corrió sin dejar ver su cara grasosa. Ella regresó a la vía. Vomitó. Aire y un poco de líquido amarillo amargo hasta las lágrimas.
–Dame una semana y consigo dos mil –le gritó al muchacho que ya no estaba.
Siguió caminando, el cuerpo en automático, sin alma.
–Sicaria… –oyó una voz infantil, lejana, rebotando en los abandonados carros de ferrocarril.
–Sicaria… –escuchó más cercana la misma voz.
–Sicaria… –susurraron a su oído.
Quiso saber quién le hablaba. Sus ojos se encontraron con la nada, borroso el mundo.
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Nota de autor: Esta historia me fue compartida por la familia del muchacho caído en esta guerra sin fin. He cambiado nombres y lugares para proteger su identidad y por lo tanto su seguridad.
La madre de Plutarco sólo faltó a trabajar el martes, cuando sepultaron a su hijo. El lunes oscureciendo se fue a arreglar la casa de la cuñada para velar al muchacho, a poner la olla de café, a comprar pan, alcohol.
Tuvo más fuerzas que el padre. Cuando entró la caja de presunto sicario a la pequeña sala de la casa se tragó el llanto y fue a ver a Plutarco. Tomó la mano muerta del muchacho largo rato, muda de lágrimas y palabras.
–Pendejo –gritó desgarrada, sus ojos puestos en los ojos muertos.
–Putos –volvió a gritar viendo al piso y se fue a servir café a los pocos familiares y amigos que los acompañaron en el velorio.
“Pero tú qué me has dado, todo lo perdí por ti… sólo me has hecho sufrir”, empezó a oírse en el estéreo de la sala la voz de Paulina Rubio acompañando a Los Tigres del Norte. Una vez. Otra. Otra. Mil veces. Bajita. Toda la noche, la mañana, hasta la tarde que salió Plutarco directo al panteón sin misa de cuerpo presente.
Al ritmo de la canción el dolor de mil muelas se le anidaba en las huesos, en los ojos, en los pulmones, en el aire que saca por la nariz y traga por la boca. Un dolor que la siguió taladrando esa noche y la mañana del miércoles que se presentó a limpiar la casa de la familia con la que había trabajado los últimos diez años.
–Comprenderás que no puedes seguir trabajando en esta casa formada por valores. Mis hijos y nosotros mismos debemos estar lejos de las malas influencias –dijo la señora de la casa y le impidió el paso. Primer escupitajo.
–Sabemos que tienes gastos por lo que pasó a tu hijo. Acepta esto como ayuda y liquidación por lo que estuviste con nosotros –puso en su mano un pequeño sobre amarillo. Segundo escupitajo.
Antes de cerrar la puerta le preguntó por qué no reprendió a Plutarco cuando empezó a tener dinero que no justificaba con su trabajo. Tercer escupitajo.
La madre de Plutarco desandó sus pasos hasta la avenida donde tomó una combi de regreso a su casa.
“Pero tú qué me has dado, falsas promesas de amor”, repicaba la canción en su cerebro aturdido por los mil dolores de muela juntos.
–Valores… –se dijo en voz alta. Los pasajeros se dirigieron miradas entre sí.
Recordó el pequeño departamento de la San Antonio en la que vivía la familia que la acababa de despedir. Dos recamaritas para dormir parado. Tenía un coche viejo, no conocía los aviones. Iba una vez por semana porque no podían pagarle más. Pero un nuevo trabajo del padre en gobierno les cambió la vida a todos. En un año tenían un coche y una camioneta de agencia. Después viajaban a Disneylandia con los niños, a Las Vegas con los compadres y a Los Ángeles con diputados y funcionarios por la Feria de Nayarit en California. Compraron una casa de cinco recámaras y gimnasio. Ahora ella iba seis veces por semana a limpiar esa linda casa de “una familia de valores” que nunca indagó de dónde salía ese dinero que no justificaba con su trabajo.
Ella no entendía cómo en dos años tenían tantos bienes. Le llamaba la atención que en la nueva casa fueran instaladas 18 pantallas de televisión de distintos tamaños.
¿Por qué ella debió reprender a Plutarco si ni oportunidad tuvo de saber que estaba gastando algo no proporcional al ingreso de un trabajo honrado? Sus patrones hasta presumían su casa, sus coches y sus nuevos negocios y nadie debía preguntarse de dónde provenía tan repentina riqueza. ¿Del trabajo como director adjunto del único que trabajaba en esa casa?
Bajó de la combi en la Cruz Roja, de donde caminaba a su casa.
“Pero tú qué me has dado, golpes en el corazón…”, seguía el sonsonete en su cerebro, el dolor en el aire, en las uñas, en el sudor de la mañana.
Atravesó la calle y quiso entrar a Chedraui. Abrió el sobre entregado por su patrona. Cuatro billetes de 50 pesos. Cuarto escupitajo.
No tenía maldita idea de cuánto era justo que le dieran como liquidación por diez años de trabajo, pero 200 pesos era una humillación extrema en una familia que hablaba de valores y sugería frases para promoverlas entre las familias de la ciudad a través de los anuncios espectaculares y mensajes de televisión.
Tuvo el impulso de volver a la casa que debió limpiar ese día, regresarle los 200 pesos a la mujer que asistió a cinco cursos de Desarrollo Humano y escupirle cuatro veces la cara. Cinco, si se podía.
No tenía a qué entrar al supermercado. Siguió su camino. Atravesó la vía del ferrocarril, el alma en harapos. Ida de la mente. Sacó unas monedas y compró un chicle a un viejo orate y apestoso, para apaciguar el sabor amargo en su lengua.
A unos pasos de la vía, un muchacho pelos parados, cinto piteado, se acercó a la mujer y le dio un papel mientras le hablaba.
–Yo sé quién mató a su hijo –por mil pesos lo quebramos. Cuando los tenga me llama.
El pelos parados corrió sin dejar ver su cara grasosa. Ella regresó a la vía. Vomitó. Aire y un poco de líquido amarillo amargo hasta las lágrimas.
–Dame una semana y consigo dos mil –le gritó al muchacho que ya no estaba.
Siguió caminando, el cuerpo en automático, sin alma.
–Sicaria… –oyó una voz infantil, lejana, rebotando en los abandonados carros de ferrocarril.
–Sicaria… –escuchó más cercana la misma voz.
–Sicaria… –susurraron a su oído.
Quiso saber quién le hablaba. Sus ojos se encontraron con la nada, borroso el mundo.
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Nota de autor: Esta historia me fue compartida por la familia del muchacho caído en esta guerra sin fin. He cambiado nombres y lugares para proteger su identidad y por lo tanto su seguridad.
(El autor de este artículo, Jorge Enrique González Castillo *,
es publicista, editor, periodista y encuestador nayarita)
es publicista, editor, periodista y encuestador nayarita)
NOTA RELACIONADA CON: LOS PLUTARCOS Y SUS 3 SABADOS DE GLORIA (1° PARTE)