Los campanazos catedralicios esta vez sólo provocaron pequeñas protestas
■ La Plaza de la Constitución lució rebosante de ingenio caligráfico en la asamblea de AMLO
Jaime Avilés
Cuando faltaban 10 minutos para las “12 m” (hora exacta en que, según Tito Monterroso, no es ni antes ni después del meridiano y por ello debe escribirse así), cuatro campanas de la Catedral fueron echadas al vuelo por hombres ocultos entre las torres, pero el canto de los bronces y los badajos, hermoso como siempre, empezó a alargarse más y más, hasta de plano aturdir y enojar a la muchedumbre reunida en el Zócalo, que aguardaba el discurso del orador principal.
Esta vez, sin embargo, nadie protestó. Algunos incluso aplaudieron cuando terminó el escándalo de nueve minutos. Una valla de granaderos controlaba el acceso al templo tras las rejas del atrio pero, sin mirarlos siquiera, decenas de miles de rostros que observaban la belleza arquitectónica del campanario, con el ceño fruncido por el brillo del sol, voltearon hacia el templete al oír las palabras “amigas y amigos” y se convirtieron en decenas de miles de nucas venidas de todo el país.
Sigue leyendo "regreso triunfal del Movimiento Obradorista al Zocalo...
Rebosante de ingenio, que ahora se expresaba en enormes muñecos de papel maché por aquí y por allá, el movimiento nacional que encabeza Andrés Manuel López Obrador no pudo celebrar de mejor manera su alegre y exitoso regreso al ruedo de la política. Un ciudadano llamado Alfonso Fajardo, que dijo ser oriundo y vecino del Distrito Federal, propuso que “la única forma de castigar a la Iglesia (católica), según yo, sería restringirle las limosnas; digo, ya es hora de que vaya respetando”.
Mientras el tabasqueño daba su propia interpretación a lo que antes había dicho textualmente Alejandro Encinas, de que el Movimiento Nacional en Defensa de la Economía Popular abrirá casas en las 31 capitales del país y en las 16 delegaciones políticas de la ciudad de México, que serán “centros de operaciones”, así como “lugares de encuentro y de trabajo” para “promover la solidaridad y la ayuda mutua, fomentando la vida y el desarrollo comunitario”, alguien colgó de un semáforo en 20 de Noviembre una gigantesca marioneta cuyo rostro era muy similar al de Felipe Calderón.
Ante el Gran Hotel de la Ciudad, un hombre caminaba sosteniendo unas varas de las que pendían dos enormes zapatos de cartón, a los cuales acompañaba una cartulina escrita con la siguiente leyenda: “Éstos fueron para Bush, por hijo de la chingada; ahora son para el pelele”. Sin duda alguna, las vacaciones de diciembre habían servido para meditar y los mensajes políticos personales estaban de vuelta, en manos de sus creadores, circulando por toda la plaza. “Los ricos ladrones quieren puro esclavo y agachón”, proclamaba la caligrafía de una muy humilde señora entre palacio y catedral. En 5 de Febrero y 16 de Septiembre, con mejores recursos tecnólogicos, una cartulina blanca, a la que le habían pegado la fotocopia de un retrato de Calderón, decía: “Cínico. ¿Presidente del empleo? Ja, ja. ja”. Y allá, dando la espalda a la Suprema Corte, un anciano de aspecto campesino y bigotes de aguacero, al viejo estilo zapatista, no se cansaba de mostrar, con los brazos extendidos, su respuesta al reciente Encuentro Mundial de las Familias:
Los alejandros
“Calderón, presidente católico, traidor a la reforma juarista, protector de impunidad, corrupción, rateros, etcétera.” Y así por el estilo, pero en abundancia. En un acto en el que habían hablado los dirigentes nacionales del Partido del Trabajo y de Convergencia, así como Alejandro Encinas, en nombre del PRD, y en el que López Obrador se refirió con elogios tanto al PT como a Convergencia, y “a la dirigente del sol azteca en el Distrito Federal, Alejandra Barrales”, y “al compañero Alejandro Encinas” –lo que tal vez haga creer a los columnistas políticos que el “presidente legítimo” declaró de tal suerte su reconocimiento a la nueva corriente perredista de los alejandros–, había muchas, muchísimas banderas de los dos pequeños partidos que irán juntos a las elecciones de julio, y muy pocas de la fracción del instituto negro y amarillo que se resiste a caer en manos de los chuchos.
Sin distintivos propios, agrupados sobre la plancha de acuerdo con su procedencia desde el interior del país, los asistentes mayoritarios eran los afiliados al “gobierno legítimo de México”, que López Obrador ha organizado en sus tenaces visitas de fin de semana durante dos años a casi todos los 2 mil y pico de municipios que no se rigen por usos y costumbres. Sin los chuchos, sin el aparato de acarreo del partido, con recursos del PT y de Convergencia y de no pocos legisladores perredistas, allí estaba una nueva fuerza política, que no acudió al rencuentro consigo misma portando carteles alusivos al proceso electoral, y que no está pensando en los comicios de julio, porque no le interesan, como tampoco parecen interesarle a López Obrador, que no los mencionó ni de chiste.
La consigna central que se llevaron a sus ciudades y pueblos todos los participantes –y con ésta el compromiso de volver a llenar el Zócalo el 22 de marzo– fue trabajar como movimiento social en acciones de solidaridad con el pueblo y con las luchas en curso, como la de los mineros “explotados y asesinados” por las empresas de Germán Larrea; los “presos políticos” de Atenco; los defensores del cerro de San Pedro en San Luis Potosí; los que se oponen al destructivo proyecto Resplandor teotihuacano; los periodistas Miguel Badillo y Ana Lilia Pérez, perseguidos por los zetas de la industria petrolera; los maestros encarcelados en Mexicali por oponerse a la contrarreforma de Elba Esther Gordillo, y nada más le faltó mencionar a las comunidades rebeldes de Chiapas, pero no lo hizo tal vez para que no se fuera a molestar alguien.
En suma, fue un acto vibrante de entusiasmo y de esperanza, en el que la gente se identificó muy bien con el inmenso rótulo colocado sobre el templete –“Luchamos por la felicidad”–, y que López Obrador coronó con una espléndida cita de Ricardo Flores Magón, aquella en que el sabio anarquista fantasea con su posible epitafio: “Cuando muera mis amigos quizá escriban en mi tumba aquí yace un soñador, y mis enemigos aquí yace un loco, pero no habrá nadie que se atreva a estampar, aquí yace un cobarde y un traidor a sus ideas”. La ovación que nació de estas palabras sonó por un momento como el agua de las cataratas del Niágara.