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Jorge Ibargüengoitia de Boy Scout |
LA
LEY DE HERODES*
JORGE IBARGÜENGOITIA
Sarita
me sacó del fango, porque antes de conocerla el porvenir de la Humanidad me
tenía sin cuidado. Ella me mostró el camino del espíritu, me hizo entender que
todos los hombres somos iguales, que el único ideal digno es la lucha de clases
y la victoria del proletariado; me hizo
leer a Marx, a Engels y a Carlos Fuentes, ¿y todo para qué? Para destruirme
después con su indiscreción.
No
quiero discutir otra vez por qué acepté una beca de la Fundación Katz para ir a
estudiar en los Estados Unidos. La acepté y ya. No me importa que los Estados
Unidos sean un país en donde existe la explotación del hombre por el hombre, ni
tampoco que la Fundación Katz sea el ardid de un capitalista (Katz) para eludir
impuestos. Solicité la beca, y cuando me la concedieron la acepté; y es más,
Sarita también la solicitó y también la aceptó. ¿Y qué?
Todo
iba muy bien hasta que llegamos al examen médico. . . No me atrevería a
continuar si no fuera porque quiero que se me haga justicia. Necesito justicia.
La exijo. Así que adelante. . .La
Fundación Katz sólo da becas a personas fuertes como un caballo y el examen
médico es muy riguroso. No discutamos este punto. Ya sé que este examen médico
es otra de tantas argucias de que se vale el FBI para investigar la vida
privada de los mexicanos. Pero adelante. El examen lo hace el doctor Philbrick,
que es un yanqui que vive en las Lomas (por supuesto), en una casa cerrada a
piedra y cal y que cobra... no importa cuánto cobra, porque lo pagó la Fundación.
La enfermera, que con seguridad traicionó la Causa, puesto que su acento y
rasgos faciales la delatan como evadida de la Europa Libre, nos dijo a Sarita y
a mí, que a tal hora tomáramos tantos más cuantos gramos de sulfato de magnesio
y que nos presentáramos a las nueve de la mañana siguiente con las
"muestras obtenidas" de nuestras dos funciones.
¡Ah,
qué humillación! ¡Recuerdo aquella noche en mi casa, buscando entre los frascos
vacíos dos adecuados para guardar aquello! ¡Y luego, la noche en vela esperando
el momento oportuno! ¡Y cuando llegó, Dios mío, qué violencia! (Cuando exclamo
Dios mío en la frase anterior, lo hago usando de un recurso literario muy
lícito, que nada tiene que ver con mis creencias personales.)
Cuando
estuvo guardada la primer muestra, volví a la cama y dormí hasta las siete,
hora en que me levanté para recoger la segunda. Quiero hacer notar que la orina
propia en un frasco se contempla con incredulidad; es un líquido turbio (por el
sulfato de magnesio) de color amarillo, que al cerrar el frasco se deposita en
pequeñas gotas en las paredes de cristal. Guardé ambos frascos en
sucesivas bolsas de papel para evitar
que alguna mirada penetrante adivinara su contenido.
Salí
a la calle en la mañana húmeda, y caminé sin atreverme a tomar un camión,
apretando contra mi corazón, como San Tarsicio Moderno, no la Sagrada
Eucaristía, sino mi propia mierda. (Esta metáfora que acabo de usar es un tropo
al que llegué arrastrado por mi elocuencia natural y es independiente de mi
concepto del hombre moderno.)
Por
la Reforma llegué hasta la fuente de Diana, en donde esperé a Sarita más de la
cuenta, pues había tenido cierta dificultad en obtener una de las muestras.
Llegó como yo, con el rostro desencajado y su envoltorio contra el pecho. Nos
miramos fijamente, sin decirnos nada, conscientes como nunca de que nuestra
dignidad humana había sido pisoteada por las exigencias arbitrarias de una
organización típicamente capitalista. Por si fuera poco lo anterior, cuando
llegamos a nuestro destino, la mujer que había traicionado la Causa nos condujo
al laboratorio y allí desenvolvió los frascos ¡delante de los dos! y les puso
etiquetas. Luego, yo entré en el despacho del doctor Philbrick y Sarita fue a
la sala de espera.
Desde
el primer momento comprendí que la intención del doctor Philbrick era
humillarme. En primer lugar, creyó, no sé por qué, que yo era ingeniero
agrónomo y por más que insistí en que me dedicaba a la sociología, siguió en su
equivocación; en segundo, me hizo una serie de preguntas que salen sobrando
ante un individuo como yo, robusto y saludable física y mentalmente: ¿qué caso
tiene preguntarme si he tenido neumonía, paratifoidea o gonorrea? Y apuntó mis
respuestas, dizque minuciosamente, en unas hojas que le había mandado la
Fundación a propósito. Luego vino lo peor. Se levantó con las hojas en la mano
y me ordenó que lo siguiera. Yo lo obedecí. Fuimos por un pasillo oscuro en uno
de cuyos lados había una serie de cubículos, y en cada uno de ellos, una mesa
clínica y algunos aparatos. Entramos en un cubículo; él corrió la cortina y
luego, volviéndose hacia mí, me ordenó despóticamente: "Desvístase."
Yo obedecí, aunque ya mi corazón me avisaba que algo terrible iba a suceder. Él
me examinó el cráneo aplicándome un diapasón en los diferentes huesos; me metió
un foco por las orejas y miró para adentro; me puso un reflector ante los ojos
y observó cómo se contraían mis pupilas y, apuntando siempre los resultados, me
oyó el corazón, me hizo saltar doscientas veces y volvió a oírlo; me hizo respirar
pausadamente, luego, contener la respiración, luego, saltar otra vez doscientas
veces. Apuntaba siempre. Me ordenó que me acostara en la cama y cuando obedecí,
me golpeó despiadadamente el abdomen en busca de hernias, que no encontró;
luego, tomó las partes más nobles de mi cuerpo y a jalones las extendió como si
fueran un pergamino, para mirarlas como si quisiera leer el plano del tesoro.
Apuntó otra vez. Fue a un armario y tomando algodón de un rollo empezó a
envolverse con él dos dedos. Yo lo miraba con mucha desconfianza.
—Hínquese
sobre la mesa —me dijo.
Esta
vez no obedecí, sino que me quedé mirando aquellos dos dedos envueltos en
algodón. Entonces, me explicó:
—Tengo
que ver si tiene usted úlceras en el recto.
El
horror paralizó mis músculos. El doctor Philbrick me enseñó las hojas de la
Fundación que decían efectivamente "úlceras en el recto"; luego, sacó
del armario un objeto de hule adecuado para el caso, e introdujo en él los
dedos envueltos en algodón. Comprendí que había llegado el momento de tomar una
decisión: o perder la beca, o aquello. Me subí a la mesa y me hinqué.
—Apoye
los codos sobre la mesa.
Apoyé
los codos sobre la mesa, me tapé las orejas, cerré los ojos y apreté las
mandíbulas. El doctor Philbrick se cercioró de que yo no tenía úlceras en el
recto. Después, tiró a la basura lo que cubriera sus dedos y salió del cubículo,
diciendo: "Vístase."
Me
vestí y salí tambaleándome. En el pasillo me encontré a Sarita ataviada con una
especie de mandil, que al verme (supongo que yo estaba muy mal) me preguntó qué
me pasaba.
—Me
metieron el dedo. Dos dedos.
—¿Por
dónde?
—¿Por
dónde crees, tonta?
Fue
una torpeza confesar semejante cosa. Fue la causa de mi desprestigio. Llegado
el momento de las úlceras en el recto, Sarita amenazó al doctor Philbrick con
llamar a la policía si intentaba revisarle tal parte; el doctor, con la falta
de determinación propia de los burgueses, la dejó pasar como sana, y ella,
haciendo a un lado las reglas más elementales del compañerismo, salió de allí y
fue a contarle a todo el mundo que yo me había doblegado ante el imperialismo
yanqui.
*II capítulo del libro “Ley
de Herodes” de Jorge Ibargüengoitia, 1967